Estamos muy felices de haber llevado adelante el Taller Trazo libre, un espacio para acercarnos a la creación literaria. La lectura y escritura de las ocho sesiones, nos ha permitido trabajar en algunos textos que compartimos ahora. 

Que sea el inicio de un gran camino.

ZOO

Andrés Tapia

La fama de la que gozaba el zoo se debía a sus animales. Amplio como era, albergaba por igual a coyotes, zorros y camellos; alces, osos y monos; focas, pingüinos y renos. Pese a ello, el renombre llegó tarde. Mucho después de que la administración adquiriera a Marcial, el elefante, que      -haciendo honor a sus virtudes militares- marchaba con la gracia propia de una máquina, ajena por completo a la del ser se supone que era.

La reputación no se agotaba en la variedad, ni siquiera en la reproducción de los ambientes a los que debían estar naturalmente habituados, pues de nada sirvieron las selvas espesas o las planicies artificiosamente montadas, cuya perfección y monotonía aburrían a sus habitantes.

El tedio fue el germen de todo. Águilas, parabas y tucanes renunciaron bruscamente al vuelo, abandonándose a la seguridad y firmeza que les proporcionaba la tierra. Al principio los asistentes reclamaron su presencia en el cielo, extrañando las lejanas y fugaces siluetas, pero pronto cedieron a la tentación del tacto, al poder que implicaba tenerlas en las palmas de las manos, dejando en desuso los catalejos, perdiendo la gerencia su alquiler a cambio del incremento de ventas en la boletería.

A los pájaros les siguieron las tortugas. Pasaron de las orillas del río a las raíces de los árboles en una suerte de conquista. Poco tiempo necesitaron para aspirar a las ramas. Las aves, compadecidas de sus compañeras, las asían entre las patas; ya no para defenestrarlas como era costumbre, sino para elevarlas y distribuirlas en las copas de la floresta, entregándoles el cielo a cambio de la tierra que les habían arrebatado.

Particular interés merecieron las pitones, cuya sumisión era confundida con su muerte, prontamente desmentida por el siseo y la temperatura que su cuerpo generaba; y, aunque al principio fue difícil hallarles encanto, pronto se les encontró utilidad. La idea había sido de un obrero que, al confundir sus herramientas, tomó a la más dócil por el pescuezo, cayendo en la cuenta del provecho que tenía su ausencia de extremidades, ya que  –una vez estiradas– servían para casi todo. 

Tal era la desidia que los reptiles no tardaron en ser adoptados por los niños, con el justificado miedo y desconfianza de sus padres, descubriendo chicos y grandes, alegres e intrigados, que medían una Olga o tres Martinas, dependiendo de la víbora seleccionada, siendo amansados también los espectadores a base de compromisos y seguros médicos.

De cosas así se componía el zoológico, pumas y tigres con cuerpos semejantes al aro que antes desafiaban en los circos de los que fueron rescatados, avestruces encaramadas en troncos endebles y flojos, gorilas dedicados a lo bello, delicado y hermoso. 

La convivencia hizo inútiles las cercas. Se hizo común el encuentro entre cebras, carpinchos y hormigueros incitando burlonamente las fauces de lobos, cocodrilos y leones, conocedores todos de una traición anunciada, posibilidad lejana entre tanto no se rompa la cadena de suministros.

El director, cómplice y promotor de las manías estas, lo dirigía todo desde su oficina atiborrada de hojas. Irritable, alejado del público, debido a la presión y al estrés al que se sometía a aquella bestia.

La parábola de Esteban

Gabriel Zurita

¿Alguna vez soñaste con ir lejos donde nadie te conoce y empezar de nuevo?

Esta es la historia de un hombre llamado Esteban. Él estaba cansado de su trabajo donde su jefe se la pasaba pidiéndole que redactara informes, planes de pagos y cartas a sus socios, ya que el señor había heredado la empresa de seguros de su padre hace ya cincuenta años y apenas podía leer un reloj digital. 

En la oficina era el “ingeniero”, así que lo ponían a reparar impresoras, arreglar sockets eléctricos, cambiar focos e incluso le preguntaban cómo podía hacer para “hackear el Facebook del ex” de alguna compañera que juraba no ser tóxica.

Conducía un Volkswagen que aún pagaba en cuotas en su banco dudoso. Se alojaba en un departamento de tipo monoespacio. Aunque vivía solo, consideraba que el alquiler no justificaba lo ajustado que estaba, aunque tampoco tenía mucho: Uno de los primeros televisores de tipo plasma que para la actualidad quedaba anticuado, un par de muebles improvisados hechos de cajas y almohadas, y una mesa plegable que se ponía para comer en las noches viendo “Los años maravillosos” o alguna otra serie viejita que le servía de escape para su incómodo estilo de vida.

Un día su jefe lo mandó a hacer un encargo, el cual no podía atender porque estaba ocupado redactando informes. “Claro, cómo no” dijo para sí mismo y se metió en su pequeño armatoste con ruedas. Mientras giraba en una rotonda un camión de Mentisan se atravesó y tratando de jugar al choco choco la la choco choco te te con el volante terminó conectado a un cardiómetro.

Mientras los doctores lo revisaban, por su mente apenas consciente pasaba el pensamiento de cuánto costaría reparar su peta, que lo único seguro de su trabajo era que sería despedido por no haber logrado concretar el trato y no podría costearse el miserable departamento al que llamaba hogar.

A su vez, la anestesia y los medicamentos lo hicieron fantasear con la idea de liberación, que podría iniciar de nuevo en otro lugar dónde nadie lo reconozca ni le pregunte si puede arreglar la cámara de su celular.

A la mañana despertó y no estaba en el hospital, no estaba siquiera herido, y no había nada alrededor excepto por una verde alfombra natural que se extendía hasta donde su mirada alcanzaba.

Caminó por horas bajo el sol hasta que se encontró con un pequeño poblado. Acercándose a una joven le preguntó si sabía dónde encontrar comida, está lo miró extrañada y le dijo que no sabía qué decía en un lenguaje ya olvidado que Esteban no reconoció y mucho menos comprendió.

Llamaba la atención, y pronto fue escoltado por los guardias con el brujo local que, estupefacto por la vestimenta y el hablar de Esteban, lo acusó de magia negra.

Claro que él no sabía lo que estaba pasando, pero como cualquiera, le temía a las lanzas y a la hoguera que había visto construida afuera del asentamiento del sabio, así que en medio de un extraño ritual que preparaba el anciano, salió corriendo hacía las afueras del pueblo y se despidió de su ilusión por empezar de cero.

Se acomodó en una cueva, honestamente no muy diferente a su viejo departamento.

Se alimentaba solo de pescados que atrapaba del río cercano. Las noches soñaba con que volvía a su antigua vida, regresaba a su trabajo y en la hora de descanso buscaba en internet ¿Cómo se arma una fogata? Solo para despertar temblando al lado de un manojo de ramas y paja que no sabía cómo encender.

Al poco tiempo murió de un dolor en la garganta, producto de un virus que se sana fácilmente en los tiempos modernos. El Mentisan no se inventaría hasta tres mil años después.

La Culpa

Boris Pozo

Pequeñas mentiras grandes consecuencias, todos de alguna manera estamos cambiando el futuro, una palabra, una mirada, una decisión, incluso el aleteo de una mariposa… Por supuesto, los cambios pueden ser buenos o no tan buenos, de igual manera, hay cosas que no deberían suceder, no hay modo de saber el poder de nuestras acciones, o tal vez si… 

Mi nombre es Marcela y esto no debió pasar, jamás. 

…   

Sigo los pasos de mi alma… tengo puesto un vestido negro envejecido, y llevo en la cara marcada la angustia, por el remordimiento, el remordimiento es un techo a punto de desmoronarse sobre mí, es muy intenso lo que siento, mis primaveras se han marchitado, las flores se han desvanecido, y el sol ya no sale para mí. La culpa es un fantasma que amenaza con devorarme desde adentro, siento un miedo profundo dentro de mí, mis sentidos están bloqueados, no puedo hablar, no puedo escuchar, no puedo sentir el sabor de la vida, veo caras, escucho sonidos… Me mantengo en silencio, estoy en otro lugar…

Estoy tras la estela de mi mamá… En el velorio de ella. La música suplicante de mi alrededor me llena la cabeza de sombras, y el carrusel de seres nublados me adormece los ojos. Mi nombre no quiero recordarlo, pero tengo 12 años. Ahora vivo con mi papá y mi pequeño hermanito que tiene 2 años. 

Lamento mucho lo que dije y jamás me lo perdonaré, no merezco ni un poco de consideración de nadie, solo déjenme vivir mi pena a mi manera. Lo que hice, lo que dije… No tiene perdón, fue un terrible malentendido. 

Todo comenzó aquella noche, cuando mi mamá me dejó para cuidar a mi pequeño hermano, se llamaba Juanito, ella, mi madre, estaba tardando mucho, y mi hermanito lloraba y lloraba, «ya Juanito ya», le decía. 

Mi madre acabó por llegar a las dos de la mañana y estaba un poco ebria y sucia. Yo estaba llena de rabia y le grité: 

—¡dónde estabas ja, el Juanito no paraba de llorar!. 

—Cállate mocosa, quién te has creído tú para hablarme así —, y me abofeteó. 

Me golpeó y jamás lo había hecho. 

Yo me escapé de la casa y me quedé dormida en la puerta de la iglesia, me tapé con unos cartones y unos cueros de oveja. 

Temprano por la mañana un guardia me ha visto y me ha llevado al regimiento, el comendador me ha hecho unas preguntas, 

—¿Qué ha pasado, por qué duermes en la calle?

—Es que mi mamá me ha pegado. 

—¿Y por qué te golpeó? —consultó de nuevo. 

—Porque es mala, sale de noche y hace cosas malas, hasta los animales se asustan, y aparecen luces extrañas en el bosque —hablaba sin pensar, empujada por la rabia.  

—De verdad, ¿Y qué más hace tu mamá? —preguntó.   

—Hace algunas pociones, y se pone a rezar con amuletos con plumas y suenan sonidos en el techo. 

—No necesito escuchar más —sentenció—, has hecho bien en venir a contarme esto niña.  

Aquel día detuvieron a mi mamá y la acusaron de practicar hechicería, la encerraron en un calabozo, y no dejaron que nadie la viera, unos sacerdotes estaban a cargo de su tratamiento. Pero me dijeron que la habían lastimado.

No pasó mucho tiempo antes de que me tragara mis palabras y le dije al comendador que todo lo que dije fue una mentira, pero no me hizo caso. 

—La iglesia se hará cargo de ella ahora, no te preocupes —respondió. 

Todo fue inútil, no me creyeron. Y nos fuimos a vivir con mi papá… es muy malo, nos trata mal, nos pega, me hace trabajar mucho, quiere que haga todo en casa, y él se va a tomar con sus amigos, yo le tengo mucho miedo y también me dan miedo sus amigos, vivo rodeada de sombras malvadas y pura desdicha. Mi vida se ha vuelto una pesadilla, creo algún día escaparé con mi hermanito, a dónde sea. 

Una noche vino a visitarme una mujer gorda, y lo que dijo me destrozó mucho más, me hundió hasta el fondo del abismo, creo que no saldré más de ahí. 

—Tu mamá no era mala, trabajaba para mí vendiendo chicha, y a veces bebía y se quedaba despierta hasta muy tarde —suspiró—. Vino a trabajar conmigo, porque no encontraba otra cosa mejor, pero tu madre era buena gente, era decente, y lo soportaba todo, lo hacía por ustedes —. Fueron puñales y fueron palabras.

Ironía

Alejandra Céspedes Pérez

Desde pequeña creía que apuntaba a algo más grande de lo que yo podía manejar, tenía muchos sueños en mente pero al final la vida me enseñó que no sirve de nada soñar si no logras encajar en la sociedad. Ser la chica introvertida dificulta tener un gran círculo de amigos y contactos. La vida monótona en una ciudad pequeña de uno de los países más pobres del mundo, es el panorama más deprimente que mi mente puede imaginar. 

Por si fuera poco, también está mi situación de joven en plena crisis de los veinte. Siempre fui mala para elegir hombres, si no eran borrachos, eran inútiles con falsa seguridad que al mínimo rasgo de fuerza femenina se intimidaron y simplemente huían. Realmente ridículos. ¿Por qué creí que esta vez sería diferente? Fui tonta al dejar que esos ojos claros tomaran el control, tan profundos que sentía cómo se alojaban en mis pensamientos.

Esa noche tenias puesto un vestido negro de lentejuelas, te me hiciste tan atractiva que acepte bailar contigo y es ahí donde comenzó la historia que me llevaría al punto en el que estoy. 

Me echaron de casa, o tal vez yo misma hice qué lo hicieran, mi madre siempre fue una mujer trabajadora, despertando a las tres de la mañana para tener listos aquellos caldos que tanto asco me generaban. Caldos listos para servir a los primeros jóvenes con resaca del día, gente que también trabaja temprano y uno que otro turista curioso. El olor de la carne siempre me ha dado asco, la sangre saliendo de las fibras carnosas, la grasa blanca maloliente y esos nervios duros de cortar. Cada vez que intentaba servir un plato de sus famosos «cardan», no podía evitar las arcadas que desanimaban a los comensales del puesto de mamá. 

Con la mirada llena de rabia me decía:

-Mejor andate a estudiar por favor.

En la Universidad me iba pésimo, dejé de estudiar sin que ella supiera y me dedique a buscar trabajo. Cuando mi madre se enteró me echó de la casa y sin saber a dónde ir fui a parar a tu puerta. 

Siempre sabías qué decir, tus labios carnosos evocaban dulces palabras y me convenciste de trabajar contigo, ganabas mucho dinero vendiendo placer a gente adinerada, personas muy raras. Tus largos dedos llenos de anillos me tranquilizaban cuando tocaban mi cabello, nunca supe de tus jefes o contactos pero siempre manejabas esos millones con cautela. Fui tan ingenua al no darme cuenta que yo era un simple cordero en el rebaño que como reina gobernabas. 

¿Una persona nace mala o es la sociedad quien la convierte en un villano?  La maldad se veía natural en tí, tanto que te me hacías igual a una diosa, astuta y poderosa. Yo compré el collar que usas ahora, esos diamantes resaltan mucho con el color rojo. Me pregunto por cuantos miles me ofreciste a aquel mandatario, sus fetiches eran raros, aún recuerdo su lengua pasando por mis ojos, disfrutando de mis lágrimas. Gritar para que parase era inútil, pero lo que me causó más miedo fue cuando me dijo que era igual su hija.

Ahora entiendo la mirada profunda que tienes, desde que hice justicia con mis propias manos, me siento fría. El recuerdo de mi madre es lo único cálido que vino a mi cabeza en aquel cuarto rojo, tal vez eso bastó para llegar nuevamente a tu casa y darte un último beso. 

Tal vez no fui tan tonta al escabullirme por las noches y curiosear tu trabajo. La industria es el mundo más enfermo que he conocido, tantas almas inocentes y al final es irónico que tenga planeado ser parte de esto.

Madre, la decepción de tus ojos aún me persigue, es mejor que creas que estoy muerta y si tu Dios no te permite entrar al paraíso por haber criado a una hija como yo, te pido perdón, no soy mala, solo trato de encajar.

Bajo la alfombra

Milenka Maldonado Peña

En pleno inicio del encierro, Ángel, mi abuelo, se enfermó del estómago. Todos creían que era COVID-19, pero un familiar se valió de sus contactos en los laboratorios y hospitales para descartar ese miedo apresurado. Con ese alivio momentáneo, el resto de los hombres de la familia, en tono jocoso, decían que ese dolor de estómago era porque extrañaba cañar y salir a bailar al Huayruru

Como era de esperarse, ese buen humor se volvió inversamente proporcional al número de fallecidos que aparecían en las noticias, hasta que finalmente desapareció junto al apetito de todos ellos, especialmente el de Angel. Sus ojos se volvieron dos hoyos saltones como monedas para jugar rayuela, no lograba sostener las miradas, menos la de mi madre y la mía. Tenía la piel demacrada, le colgaba mostrando la ausencia de la buena vida y la poca vergüenza. Paso a paso, dejaba su humanidad de lado y se volvía en un ente, un ser que desaparecía en el desierto de la casa, aquella que estaba en plena esquina del mercado.

Si ya sabían que su fecha de caducidad estaba cercana, no entiendo porqué se empeñaron en tratar de ayudarle, era obvio que la lenta muerte era su loción diaria y lo que se merecía. Así que, no conformes con mentirse, contrataron una enfermera para que cuide de él y se turnaron para ir una vez por semana a visitarlo. Mi hermano fue de parte nuestra, más de 10 km a bicicleta por un par de meses, nunca se quejó.

Mientras todo ese show “natural” pasaba, la lejanía impuesta por la cuarentena hizo que el Whatsapp y el Zoom se hicieran populares, menos en mi casa, porque mi madre creía que las redes sociales eran el anticristo, pero sin importar eso, sus hermanos hacían sonar el teléfono empolvado de la sala varias veces al día, todo ese ruido era para insistirle que formara parte de los intentos engañosos de familia unida por videollamada. 

Lo triste era que, luego de esas conversaciones forzadas, mi madre se encerraba en su habitación a tejer con lágrimas mudas. Supuse que era porque a pesar de todo era su padre. Fue así que, en ese encierro, una noche que el sueño no me visitaba, fui a la cocina a picar algo, sin desearlo. Tropecé ahí con mi madre, con el enredo de verdades bajo la alfombra familiar que se acumulaba generacionalmente; querer comer a deshora bastó para desbordar truenos de gritos y lava de llanto, insultos y reclamos cruzados. Después de esa tormenta, como paloma blanca de paz, mi madre me confesó que lo que me pasó a los cinco años, le había pasado a ella desde sus tres, pero a diferencia mía, todos lo sabían y callaron por años.

El Demonio falleció a la mañana siguiente de esa conversación, supongo que descubrir esa mugre familiar, le dió a su alma al fin el alivio que buscaba.