Corazonistas, 13/05/2021

Para mirar con el oído hay que cerrar los ojos. Parar. Dejar que sean los sonidos los que nos digan dónde están las cosas. Creer que lo que escuchamos, es. El cuerpo es también lo que oye, se conecta con lo que resuena.

Estamos en la plaza Corazonistas, un lugar centenario de la ciudad. No parece que vaya a pasar nada. Tal vez es por el tumulto propio de este sitio: el tráfico de micros, autos y motos. El trajín de media tarde, gente apurada en tomar el micro a Quillacollo, camino a hacer una compra, a terminar un trámite. El centro de la ciudad es el corazón del monstruo de asfalto y concreto en el que vivimos.

De pronto se escucha un latido, como tener apoyada la oreja en el pecho de la ciudad.

En la esquina Heroínas y Tumusla hay una parada de bus, la única. Un asiento para descansar, un techo para protegerse de la lluvia. Un panel de plantas para recordarnos que aun en el trajín puede estar la naturaleza. Ahí se escucha el latido.

Una voz anuncia la salida a Sacaba, no hay micro que vaya allá desde la plaza Corazonistas. En la magia del sonido es posible creer que sí. La gente se da vuelta, busca al voceador, algunos identifican el origen. Los parlantes se pierden entre los árboles, las bancas de la plaza, los postes de luz. Podría ser alguien que grita, que llama para abordar el trufi que no hay.

La voz que llama se funde en un eco, se convierte en otra cosa, ya no una voz cualquiera sino un sonido que se acopla a la bulla de la ciudad. Combina con los motores, con el  rumor de la gente, sus pisadas, los gritos de voceadores reales, los que anuncian la próxima salida a Quillacollo.

De pronto un cuerpo, una persona. Podría ser un transeúnte cualquiera, pero se abraza a la estructura, se para sobre el asiento, recorre con sus palmas sus paredes. Ya no es solo un lugar de espera, sino que responde al tacto de ella, lo usa como si fuera un instrumento. Barrer los dedos por una pared hace que suene como un arpa lejana, pisar las tablas del asiento le provoca la vibración de tubos de metal, las placas de sus paredes responden con tañidos. 

Esa estructura de metal y madera, es mitad arpa, tuba, organillo, un engendro extraño y hermoso que se activa al tacto, que responde al cuerpo que baila y juega con él en pleno centro de la ciudad. Ya nadie duda que algo está pasando, todos queremos ir allí, tocarlo, entender cómo sucede esa magia. 

El latido se hace lluvia, agua, tampoco existen pero a esta altura en la cueva de nuestros oídos todo es posible.

Como cualquier otra persona, la joven toma el micro Q, se va.

El instrumento, la parada, queda a disposición de todos. No pasa mucho hasta que vamos a él para tocarlo, poniendo las manos en los paneles, golpeando suave sus tablas. También queremos creer que la ilusión es real, que una estructura puede ser un instrumento, que la ciudad es un ser vivo, que tiene un corazón que podemos escuchar.