Crónicas CONART 2021
8 de mayo de 2021: Relevamiento

 

Lo primero es el miedo. La plaza de San Sebastián a las siete de la noche no es escenario habitual de actividades culturales. La zona está catalogada como roja, sobretodo por las noches, es el lugar de reunión de inhaladores de clefa y trabajadores sexuales que se instalan en sus cercanías. Sacarnos de la comodidad de las salas, dar otros significados al espacio público es justamente lo que propone “Relevamiento”, obra del CONART Process 2021. 

Hace más de un año cuando el Taller de Acupuntura Urbana TAU instaló en la plaza de San Sebastián “La Colina”: un estar urbano compuesto por 25 desniveles tipo gradería y un mirador; un mobiliario urbano multifuncional, pasaba lo mismo: el miedo. Este artefacto es el elemento detonador de “Relevamiento”.

¿Qué es Relevamiento? ¿dónde se acomoda el público?, ¿dónde están los artistas?, ¿cómo funciona hacer una obra en la plaza de San Sebastián?. Todas estas preguntas surgen en inicio. No hay butacas, ni queda claro dónde está el escenario. Una marca de luces led, todavía apagadas, indican que algo está por suceder, pero el público no se sabe muy bien dónde ubicarse ni qué hacer. Además están las otras preguntas las que no queremos decir en voz alta ¿es seguro estar aquí a esta hora?. 

Lo segundo es la extrañeza. Lo diferente nos confronta con nosotros mismos, con nuestra reacción ante lo que no sabemos cómo manejar. Alguien invita a sentarse en los escaños de “La colina”, se sube fácil, apenas la dificultad de las gradas del estadium, la gente empieza a acomodarse. Desde esa perspectiva se ve la plaza, grande, con sus fuentes de agua que de rato en rato se activan. Los habitantes de la plaza son diversos, gente de los negocios aledaños, tiendas de barrio, mecánicos, negocios de comida, las últimas visitas que salen de las cárceles de San Sebastián. También están la gente que viven en la calle, estamos en la hora de la transición, cuando termina el día y la cara de la plaza muta a cada segundo. Hay una batida de tránsito en la avenida Aroma, llena de autos a esta hora, retrasa todavía más el flujo del tráfico.

Estamos todos sentados, sin saber que en las entrañas de “La Colina”se hace parte del artificio. Se escucha un trueno, un relámpago de luz sale entre las rendijas de madera. Lejos, al fondo de la plaza dos luces redondas como pequeñas lunas, se mueven, titilan. No se sabe muy bien si la presentación ha comenzado, si es alguien que lleva una lámpara, o qué es lo que pasa. Hay dos siluetas alumbradas por los faroles, brillan con estos focos redondos y grandes, balones de luz que balancean de un lado a otro. 

Sí, la presentación ha comenzado. Dos personas se pasean con las esferas por la plaza, las bambolean mientras caminan, se acuestan en las bancas, cambian de lugar, algo está ocurriendo sin duda, se acercan pero no demasiado. Podrían ser caminantes cualquiera, un habitante más de la plaza, como los muchos que de hecho están allí, no por la presentación, sino porque están allí simplemente.

Antes, al inicio se ha dicho al público que podemos movernos de lugar cuanto queramos.

Las siluetas desaparecen en la plaza, salen del campo visual, luego aparecen muy cerca, corren, rodean “La Colina” con un movimiento veloz. Se encuentran, se confrontan, chocan.

Lo tercero son los cuerpos, es difícil hablar de lo que hacen los cuerpos, su lenguaje no es el de las palabras, sin embargo dicen muchas cosas. Su presencia lejana sosteniendo las farolas a lo lejos, se hace muy próxima. Son dos: uno carga al otro, lo lleva al hombro, sube a la colina, por sus peldaños, lo deja suave sobre esas pendientes, los dos cuerpos pasan entre la gente, entre esos otros cuerpos y se mezclan. Sentimos el roce de sus pantorrillas, el braceo próximo. 

De pronto la acción se hace más intensa, La Colina es un lugar de salto, de cambio de lugar. Suena, es un gran instrumento, cada salto, cada paso de un desnivel a otro tiene un sonido, los que se mueven parecen arrancarle notas, como si tuviera un alma de metal y cada peldaño fuera una tecla, su interior una inmensa caja de resonancia.

Luego viene la caída, el público, los que estamos sentados somos parte de los desniveles, los dos cuerpos en movimiento se hacen tres y empiezan a caer, se vuelven líquido, magma. Chorrean por las gradas, las rodillas caen encorvadas en los peldaños, sus columnas se doblan suaves en el descenso, ya casi no parecen cuerpo sino lava, un chorro humano, denso, que desciende de a poco, juega con la gravedad. Llegan al piso. Eran más pero abajo llegan solo dos, allí se enfrentan, pelean pero no, parecen tener la atracción y repulsión de los imanes. Una fuerza que los junta y los repele, que los conecta: una pantorrilla con un brazo, la cadera con la mejilla. Es un forcejeo y un baile, un contacto que no se puede explicar.

Lo cuarto es el asombro, otro estruendo y la colina grita “A zapatear carajo”. Suena huayño cumbia a todo dar desde adentro y los dos cuerpo bailan ese ritmo que tanto ha hecho mover polleras en ese mismo lugar. El zapateo es alegre, cargado de energía, de familiaridad, cercano a esa plaza a lo que se piensa de esa plaza, a lo que pasa allí los domingos en la mañana cuando las cholitas van a pasear con sus mejores trajes a tomarse fotos con amigas y enamorados en los escenario de flores y frazadas colgadas.

La gente aplaude, acompaña con las palmas, como en las fiestas, como cuando se baila este ritmo que todos conocemos y no esperamos en una presentación como esta. 

Con la misma violencia que aparece luego cae. Se corta. Los cuerpos se detienen. Caminan hacia las barandas que cercan la fuente de agua, la traspasan. Todos miran, no es posible, no lo van a hacer, pero lo hacen, se meten al agua. No hay aspaviento en su gesto, casi ni salpican al entrar, el agua les llega bajo la rodilla. Hace un minuto estaban bailando huayño cumbia, ahora están dentro de la fuente. Se apoyan en los postes de agua y en ese segundo se enciende la fuente. El efecto es inmediato, de los postes cae el chorro que se abre como un paraguas que no los moja, más bien los cubre. Los cuerpos están apoyados, con la sombrilla del agua sobre sus cabezas, quietos, más bien mirando, como todos, en dirección a la plaza, a su extensión y profundidad. La mirada choca con la cárcel de San Sebastián, la de varones a la derecha la de mujeres a la izquierda, en ese mirar se escucha:

 

“Desde la puerta solo hay 45 pasos hasta el tope de ingreso, un par de escritorios y algunos objetos. Las ideas que uno tiene al entrar son miles, nada positivas debo decir. El miedo te paraliza, esos breves momentos son muy duros. Hacerte a la idea de que la libertad se queda lejos te choques aún más.

A tu alrededor ves a la policía rondándote y haciendo mil preguntas, ves abrirse la puerta y entrar un grupo de mujeres que parecen tranquilas por increíble que sea no puedes voltear el rostro y mirar atrás. 

Pasa el tiempo llegan las audiencias, el corazón te late al entrar al mismo lugar que antes te recibió. Ha pasado tanto tiempo pero lo ves igual que la primera vez. Sales y el mundo parece  extraño y ajeno. Lo ilógico, te desesperas por regresar. Una vez más estás de pie ante la misma entrada. Lo irreal: la primera vez corrías para alejarte, la segunda corres para poder entrar, el sol te lastima, el aire te sofoca”.

Pastelito relleno de veneno
mujer privada de libertad, cárcel de San Sebastián   

 

Se corta el agua, los cuerpos salen de la fuente, pasan la barda y se pierden en la plaza, como todos los que se asoman a ver lo que pasa y luego se van, se pierden con el cerro de la Coronilla de fondo, en el mar de micros aglomerados por la batida que no ha dejado de suceder.