Abrí los ojos y lo primero que vi fueron las vigas rojas y las paredes negras, el lugar estaba oscuro pero al fondo había un rectángulo de luz que formaba el borde de la puerta metálica y me permitía ver algo. Reconocía el lugar, ahí trabajó mi padre y ahí me trajeron para matarme. Después de sentir el mazazo en la cabeza todo se hizo negro.

Pero antes del horror y del golpe final, yo iba de niña con mi padre, todavía podía recordar el tropel de las patas de animales que golpeaban el cemento, no olvido el cuchillo de mi padre, el que tenía la hoja curva de tanto afilarla en las piedras de estos muros. Lo acompañaba siempre al trabajo, era silenciosa y ayudaba a todos por eso me dejaban quedarme, además no le tenía asco a la sangre. Me gustaba mirar a las vacas a los ojos, decirles adiós en silencio, calcular el lugar exacto donde uno de los matarifes hundiría el cuchillo. Luego pasaba apenas unos segundos antes de que el animal dejara de quejarse, una muerte rápida. Después del silencio venía el sonido de un chorro, la sangre llenando un recipiente.

Empecé a ver imágenes desordenadas, el brillo del cuchillo, su sonido metálico raspando las piedras para tener filo, yo con la capucha en la cabeza sofocada e intentando gritar con esa bola en la boca. Luego el golpe en mi cabeza y el silencio. Moví lentamente los dedos de las manos, luego los pies todavía en el piso sin sentir ningún dolor, tranquila como quedaban las vacas después del cuchillo enterrado en su nuca. 

Escuché voces que venían del patio, detrás de esa puerta enorme de metal había gente riendo, hablando. También escuché música y eso me tranquilizó, no puede estar pasando nada malo si había música.

Tenía miedo de moverme pero entonces la gran puerta de metal se abrió, la luz entró por todo el rectángulo vacío e inundó la sala. Como si el resplandor me hubiera propulsado salté y aparecí encima las vigas, encaramada con mis pies descalzo y mis manos, asustada por la claridad y por la gente que entraba. Eran unas cuatro personas, miraron la sala con curiosidad, levantaron la vista hacia la vigas y pensé que gritarían al verme ahí arriba, trepada como una extraña gárgola pero sus miradas pasaron de largo.

Alguien prendió las luces de la sala, yo estaba encima de ellas pero sentí que ahora sí podrían verme, me puse de pie como para esconderme en una esquina pero todos abajo me ignoraban por completo. Estiré las piernas y me sorprendí al sentirlas firmes, me sentía segura allí arriba. Me acerqué un poco a la puerta y desde allí pude ver de dónde venía la música y las voces.

En el patio, ese patio donde antes llegaban las vacas, los corderos y los chanchos,  habían puesto unos obstáculos extraños, chicos y chicas jóvenes saltaban sobre ellos. Pegados a la pared tomaban impulso, corrían, salto con un pie en una llanta, otro salto más hasta otro obstáculo, un volteo en el aire y caída en un colchón. Lo mismo hizo otro joven pero en el segundo obstáculo tropezó en la llanta y cayó al piso. Alcanzó a poner las manos y con el impulso logró dar un volteo en el piso.

—Nada mal para un viernes trece —le dijo alguien.

“Maldición” pensé, no era un buen día para despertar.